Bereshit - Génesis 25:19-28:9
Haftará: Malaji - Malaquías 1:1-2:7
Los Rabinos de la UJCL escriben sobre la parashá de la semana
Rabino Mario Gurevich
Sinagoga Beth Israel, Aruba
Es bien sabido que la Torá es realista, y hasta descarnada, en sus descripciones. En ningún momento intenta minimizar los errores aun de sus personajes principales, o por el contrario, mitificar a sus héroes.
Tal vez en ningún otro texto es esto más visible que en la descripción de nuestros Patriarcas, que pese a ser los modelos en los cuales debemos sustentar nuestros orígenes e identificación, son presentados en el texto como los humanos que en realidad fueron, con sus virtudes y flaquezas.
En el caso de Isaac, nuestro segundo patriarca, esto es cierto no solo en lo que de él se dice sino también en los silencios. Prácticamente, en ningún relato sobre Isaac es él el protagonista primario, sino más bien una figura “del reparto”, asociada ora a sus padres, ora a su esposa o a sus hijos.
Los comentaristas, al tanto de este hecho, quisieron ver en Isaac lo que hoy llamaríamos estado de “stress post-traumático”. Isaac nunca se recuperó del todo de la terrible experiencia que tuvo que ser para él, verse amarrado por su propio padre sobre un altar de sacrificio, y ver el cuchillo a punto de ser clavado sobre su cuerpo.
Rashi incluso sugiere que la ceguera de la que hoy nos habla la parashá, tuvo su origen en las lágrimas derramadas por los ángeles cuando lo vieron atado y listo para el sacrificio, y que cayeron en los ojos de Isaac.
Leyendo las líneas de la parashá de Toldot en cuanto al episodio de la fallida bendición de Esaú, el hijo amado por Isaac, y la que recibe Yaacov mediante engaño y con la complicidad de su madre, vemos la complicada relación entre un padre “ciego” ante el verdadero carácter de Esaú y su evidente carencia de las dotes y espiritualidad necesarias para ser el sucesor de una cadena de fe, y una Rebeca totalmente consagrada a esa causa, aun desde antes de su matrimonio con Isaac, que asume el liderazgo ausente en su esposo, para asegurarse de que el hijo merecedor sea el heredero espiritual, el transmisor de la idea de la divinidad recibida de su abuelo Abraham.
Sin embargo, hay otra imagen de Isaac: aquel que restaura los pozos que habían sido tapados por los filisteos, tras lo cual percibe a Dios, que se dirige a él como el Dios de su padre.
A pesar de sus traumas, muy comprensibles por cierto, Isaac no fue extraño a la fe de su padre. Debió, eso sí, luchar para vencer las cicatrices de su terror, entender el silencio angustiado de su distante padre y el significado de todo el evento.
Sólo después de eso, regresó Isaac a los pozos sellados, para remover los desechos que los habían cubierto y contaminado, y beber nuevamente de sus aguas sagradas.
Esa es nuestra identificación con Isaac, quien a pesar de sus traumas y al igual que muchos de nosotros, fue capaz de vencer temores e inercia, y regresar al tesoro imperdible de las fuentes.
Tal vez en ningún otro texto es esto más visible que en la descripción de nuestros Patriarcas, que pese a ser los modelos en los cuales debemos sustentar nuestros orígenes e identificación, son presentados en el texto como los humanos que en realidad fueron, con sus virtudes y flaquezas.
En el caso de Isaac, nuestro segundo patriarca, esto es cierto no solo en lo que de él se dice sino también en los silencios. Prácticamente, en ningún relato sobre Isaac es él el protagonista primario, sino más bien una figura “del reparto”, asociada ora a sus padres, ora a su esposa o a sus hijos.
Los comentaristas, al tanto de este hecho, quisieron ver en Isaac lo que hoy llamaríamos estado de “stress post-traumático”. Isaac nunca se recuperó del todo de la terrible experiencia que tuvo que ser para él, verse amarrado por su propio padre sobre un altar de sacrificio, y ver el cuchillo a punto de ser clavado sobre su cuerpo.
Rashi incluso sugiere que la ceguera de la que hoy nos habla la parashá, tuvo su origen en las lágrimas derramadas por los ángeles cuando lo vieron atado y listo para el sacrificio, y que cayeron en los ojos de Isaac.
Leyendo las líneas de la parashá de Toldot en cuanto al episodio de la fallida bendición de Esaú, el hijo amado por Isaac, y la que recibe Yaacov mediante engaño y con la complicidad de su madre, vemos la complicada relación entre un padre “ciego” ante el verdadero carácter de Esaú y su evidente carencia de las dotes y espiritualidad necesarias para ser el sucesor de una cadena de fe, y una Rebeca totalmente consagrada a esa causa, aun desde antes de su matrimonio con Isaac, que asume el liderazgo ausente en su esposo, para asegurarse de que el hijo merecedor sea el heredero espiritual, el transmisor de la idea de la divinidad recibida de su abuelo Abraham.
Sin embargo, hay otra imagen de Isaac: aquel que restaura los pozos que habían sido tapados por los filisteos, tras lo cual percibe a Dios, que se dirige a él como el Dios de su padre.
A pesar de sus traumas, muy comprensibles por cierto, Isaac no fue extraño a la fe de su padre. Debió, eso sí, luchar para vencer las cicatrices de su terror, entender el silencio angustiado de su distante padre y el significado de todo el evento.
Sólo después de eso, regresó Isaac a los pozos sellados, para remover los desechos que los habían cubierto y contaminado, y beber nuevamente de sus aguas sagradas.
Esa es nuestra identificación con Isaac, quien a pesar de sus traumas y al igual que muchos de nosotros, fue capaz de vencer temores e inercia, y regresar al tesoro imperdible de las fuentes.
Shabat Shalom,
Rabino Mario Gurevich
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