jueves, 19 de abril de 2012

Sheminí 5772

Los Rabinos de la UJCL escriben sobre la parashá de la semana.
Rabino Joshua Kullock.
Comunidad Hebrea de Guadalajara, México.


El filósofo alemán Friedrich Nietzsche sostenía que no existen los hechos, sino solo interpretaciones. Asimismo, podemos afirmar que a mayor cantidad de interpretaciones de un hecho específico, mayores las posibilidades de que nadie sepa a ciencia cierta por qué sucedió lo que sucedió. Y para dar cuenta de todo esto, Nadav y Abihu bien pueden ser nuestros testigos.

Nuestra parashá comienza con la puesta en escena de una jornada memorable: al octavo día de haber inaugurado el Tabernáculo, luego de una semana de festejos dedicados a la ocasión, había llegado el momento de que el corazón del campamento de Israel comenzara a funcionar conforme a lo estipulado. Sin embargo, lo que era fiesta se transformó súbitamente en profunda tristeza: “Nadav y Abihu, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, pusieron en ellos fuego, le echaron incienso encima y ofrecieron delante de Ad-nai un fuego extraño, que no les había ordenado. Entonces salió de la presencia de Ad-nai un fuego que los quemó, y murieron delante de Ad-nai” (Lev. 10:1-2).

En el octavo día, cuando todo era motivo de alegría, la familia sacerdotal a cargo de sostener la tarea en el Tabernáculo se tiñó de luto, con la inesperada muerte de los dos hijos mayores de Aarón.

Tanto dolor y desconcierto generaron estas muertes que, para la época del Talmud, nos podemos encontrar con una enorme cantidad de interpretaciones sobre el hecho descrito en el texto bíblico. Algunos hicieron hincapié en el “fuego extraño,” otros concluyeron que Nadav y Abihu estaban borrachos, y hubo quien se expresó diciendo que el problema de los hijos de Aarón era que estaban desesperados por derrocar a su padre y a su tío, para hacerse con el poder. Tanto estas respuestas como varias más que fueron surgiendo con el correr del tiempo, tienen un solo punto en común: todos son intentos de encontrar una explicación frente a lo posiblemente inexplicable.

Nuestros sabios hace mil quinientos años no podían concebir la muerte de dos jóvenes en la flor de la vida, sin una explicación evidente. Era necesario dar con dicha interpretación. De otra manera, la tragedia no podría ser asimilada ni digerida. O, como ocurrió con Aarón de acuerdo al mismo relato bíblico, la única respuesta al hecho sin la mediación de la interpretación sería un profundo y desgarrador silencio (Lev. 10:3).

La historia está cargada de momentos difíciles, a los que invariablemente intentamos encontrar algún tipo de explicación o sentido. De aquí que el filósofo judío Emmanuel Levinas haya sostenido que lo que más nos duele de las tragedias es la imposibilidad de encontrarles alguna razón que las integre en una economía de sentido. Cuando el mal excede nuestra capacidad de interpretación, nos duele sin anestesia, sin parangón. Es por eso que vestimos los hechos con interpretaciones, aun si grupos distintos interpretan diferente, o incluso de manera antagónica, lo que ha sucedido.

Así como ocurrió con nuestros sabios buscando explicar la tragedia de los hijos de Aarón, así también sucedió con las distintas respuestas esbozadas durante la segunda mitad del siglo XX por toda clase de pensadores, quienes de una u otra manera se propusieron encontrar razones teológicas para entender la Shoa.

Pero la Shoa no puede entenderse, no puede explicarse, no se puede asimilar. Nada ni nadie podrá dar cuenta racional de por qué sucedió la tragedia, porque lo acontecido no puede ser analizado desde la perspectiva de lo racional o lo inteligible. El mal radical no se explica. El mal radical duele.  Es por eso que al enfrentarnos al mal radical, a las tragedias inexplicables y a los momentos de mucho dolor, nuestras energías deben abocarse a dar respuestas concretas, no desde la interpretación sino desde la presencia y la acción. Cuando el mal se sucede, nuestro interés debe enfocarse a subsanar dicho mal y a trabajar por hacer todo lo que esté en nuestras manos para que la barbarie no vuelva a ocurrir. Y eso, principalmente, se hace comenzando por participar, por estar, por no desaparecer y por no esconderse.

Esta semana, en la que leemos de la trágica muerte de Nadav y Abihu, también es Iom haShoa vehaGvura, y nos encontramos recordando a las víctimas del nazismo. En ese espíritu, reparamos en las palabras del filósofo Emil Fackenheim, quien sostenía que en nuestros tiempos, los judíos debemos cumplir con un precepto más, con la mitzvá 614: No darle a Hitler una victoria póstuma.

Mientras recordamos a las víctimas y nos conectamos con el heroísmo de quienes salieron a enfrentarse con el ejército alemán, a pesar de saber que estaba todo perdido, somos llamados al ejercicio de una memoria que se active en acciones concretas, que no solo perpetúen el recuerdo de quienes ya no están, sino que también propongan la continuidad significativa de las comunidades que habitamos hoy, y que anhelamos que nuestros hijos y continuadores habiten mañana.

Que la memoria de aquellos a quienes en estos días recordamos sean para nosotros eterna bendición e inspiración. Que sus almas queden por siempre ligadas a los lazos de la vida eterna.

Shabat Shalom uMeboraj

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