jueves, 23 de agosto de 2012

Shoftim 5772

Los Rabinos de la UJCL escriben sobre la parashá de la semana.

Rabino Joshua Kullock

Comunidad Hebrea de Guadalajara, México

Uno de los grandes temas de la humanidad es la felicidad.  Vivimos nuestras vidas intentando ser felices, buscando sufrir lo menos posible.  A veces lo logramos, y a veces nos cuesta un poco más.

Si prestamos atención, podremos ver que, en nuestros días, se destinan cantidades abismales de recursos para intentar convencernos de que con la compra y utilización de mil y un productos alcanzaremos la felicidad.  Si bebemos tal refresco estaremos rodeados de mujeres hermosas, si usamos tal marca de ropa seremos capaces de irradiar un carisma especial.  La felicidad, según se nos quiere inculcar en estos tiempos, depende de embarcarnos en un ciclo de consumo sin fin.

Este paradigma se vuelve aún más complejo bajo la luz de lo que se conoce como “obsolescencia programada”.  Con este término se define la tendencia de muchas industrias actuales, de producir bienes de consumo que incluyan de alguna manera su fecha de caducidad en un tiempo no muy lejano.  Mientras que décadas atrás podíamos encontrarnos con gente que pasaba toda su vida con el mismo refrigerador o el mismo carro, la tendencia ahora es a cambiar cada vez más rápido los dispositivos que nos acompañan en nuestro quehacer cotidiano. Buscamos la felicidad en un consumo constante de productos, que se vuelven obsoletos e innecesarios a un ritmo vertiginoso. En consecuencia, nos embarcamos en un círculo vicioso, que no solo no acaba sino que jamás termina por satisfacernos.  Simplemente, la felicidad no está allí.

Pero entonces, ¿dónde está la felicidad?

Si pensamos en el modelo que recién describimos, y que da buena cuenta de lo que ocurre con muchos de nosotros, el afán por consumir gira en torno del paradigma que sostiene que nuestra felicidad se construye en nuestra relación con el “mundo exterior”. Somos felices en el acopio de bienes, de relaciones, de experiencias, de sensaciones, y de todo aquello que se pueda cuantificar.

No obstante, bien sabemos que las cosas no suelen funcionar así. Hay muchas personas, incluso demasiadas, que tienen todo lo que pudieran pedir y querer, y aun así se sienten miserables, tristes y desamparadas.  Nada parecería ser suficiente.

En la tradición de Israel, y en contraposición con el modelo que vemos propagarse con constancia en nuestros tiempos, la felicidad no es algo que depende del “mundo exterior”, sino que es una virtud que se cosecha a partir de un trabajo cotidiano sobre nosotros mismos, sobre nuestro ser interior.  En este sentido, no es casual que frente a la pregunta “¿quién es rico?”, el Talmud responda: Aquel que es feliz con aquello que tiene (Avot 4:1). La felicidad, en consecuencia, es producto de una decisión subjetiva y personal de ver el mundo, con una mirada que nos permita reconocer todo aquello que tenemos y por lo que debemos estar agradecidos.  Para nuestra tradición, la felicidad es un estado del espíritu que no depende de lo que ocurre en el mundo, sino de cómo nos posicionamos frente a lo que pasa.

Es en este contexto que debemos entender las leyes del rey que aparecen en nuestra parashá. Según lo relatado en la última parte de Deuteronomio 17, todo rey judío debía saber que no podría tener ni demasiados caballos ni demasiadas mujeres.  En su lugar, el rey era la única persona obligada a escribir su propia Torá, y a leerla “todos los días de su vida” (versículo 19).  La persona con la mayor concentración de poder era, de acuerdo a la legislación bíblica, la primera que con su ejemplo debía entender – y luego transmitir – el ideal de que una vida llena de sentido no puede construirse desde la posesión irrestricta de bienes, sino desde el estudio continuo y la meditación sobre aquellos valores que nos llevan a trascender.

Años después, cuando la institución de la monarquía ya no existe en el pueblo judío, bien vale la pena recordar que nuestra tradición hablará de tres coronas: la corona del sacerdocio, dedicada a la familia de Aarón; la corona del reino, dedicada a la familia de David; y la corona de la Torá, dedicada a todo aquel que se decida a abrazarla con compromiso y responsabilidad (Kohelet Rabá 7).  En consecuencia, todavía en nuestros días cada uno de nosotros puede aspirar a llevar una corona en su cabeza, a vivir una vida plena y, por sobre todo, a trabajar con constancia en su propio ser, para acceder entonces a una sincera felicidad interior.

Shabat Shalom uMeboraj!

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