jueves, 28 de octubre de 2010

Jayei Sara

Los Rabinos de la UJCL escriben acerca de la parashá de la semana.
JAIE SARA – 5771
Rabino Joshua Kullock

Como todo extranjero que llega a un nuevo país, durante los primeros meses de nuestro arribo a México, nos dedicamos junto a Jessica, mi mujer, a aprender una nueva lengua. Yo sé que muchos dirán que estoy exagerando un poco, ya que tanto en Buenos Aires como en Guadalajara se habla español. Pero, ¿acaso es el mismo español? ¿O será que en realidad incluso compartiendo el diccionario hablamos lenguas un tanto diferentes?


            Julio Cortázar definía al diccionario como un cementerio. Otros pensadores, subrayan que en tanto las palabras no son habladas por personas específicas en interacciones concretas, éstas no tienen sentido alguno. Siendo así, el sentido siempre surge como fruto de la interacción, que no es sino la acción entre varios. El sentido siempre es producto del contexto en el cual vivimos y nos desarrollamos. De aquí que durante los últimos cuatro años hemos estado intentando aprender un poco de mexicano, o si prefieren, de tapatío. Y la neta es que aprender una nueva lengua se me hace un ejercicio bien chido.
            Ahora bien, una de las palabras que ha recibido un tratamiento intenso en estas geografías es la palabra “madre.” Aquí en México, una “madre” no solo denota a la mujer que nos trajo al mundo, o a la mujer que nos cría y nos educa brindándonos un amor incondicional e infinito, sino que también puede designar o valorar todo tipo de otras cosas. De esta forma, aunque a nosotros todavía nos cuesta creerlo, una madre en el mercado mexicano puede valer lo mismo que un cacahuate.
            También nos dimos cuenta de que cuando todo está confuso y desordenado, cuando perdemos el control o cuando acontece un exceso desmesurado, aquí se habla de un terrible “desmadre.”  Para quien no está acostumbrado a que la madre signifique tantas cosas, les confieso que puede resultar sumamente insólito. Es más, la tarea es aun más difícil al entender que las connotaciones que lleva la palabra madre aquí son por lo general bastante negativas. A diferencia de aquello que está padrísimo, las madres aparecen como cotizando en baja.
            Aun así, las relaciones son más complejas, porque uno se encuentra con que para el mexicano no hay nada más importante ni sagrado que la madre. No obstante, y si así fuera, yo me sigo preguntando el por qué del uso coloquial de la palabra madre en contextos negativos.
            Dicho misterio que todavía no consigo develar se hizo más agudo durante estos días, al leer la parashá de esta semana. Porque en nuestra parashá se nos relata la muerte de Sara, de nuestra primera madre. Éste no es un dato menor, ya que el texto bíblico también es fruto de una sociedad patriarcal, en donde las mujeres no aparecen registradas ni por nombre, ni por edad, ni por muerte. No sabemos cuántos años vivió Eva, por ejemplo. Tampoco sabemos cómo se llamaba la mujer de Lot que se volvió una estatua de sal. Pero con Sara la historia cambia: la Torá no sólo nos cuenta que murió y los años que ella tenía, sino que toda la parashá recibe el nombre de nuestra matriarca: Jaie Sara, la vida – sí, lo que se subraya es su vida y no su muerte – de Sara.
            La figura de Sara en la Torá tiene tintes enigmáticos. No se la escucha hablar mucho, y aun así Ds le dice a Abraham que le haga caso a su voz. Sabemos que era una mujer hermosa, y que dos veces tuvo que decir que era hermana de Abraham para evitar que maten a su amado marido. Pero también sabemos que dos veces echó a Agar por celos. Esta mujer muere en nuestra parashá, y con ella comienza a cerrarse la primera generación de los fundadores de nuestro pueblo.
            Su muerte trae vacío tanto a Abraham como a Itzjak. Para ellos, Sara valía más que un cacahuate. Su rol, a veces desde el silencio, a veces desde los celos, y a veces desde la risa, era fundamental para que la familia se sostuviera y siguiera adelante. Y siendo así, no es casual que el relato que sigue a la muerte de Sara sea la búsqueda que realiza Abraham para conseguirle esposa a Itzjak.  Al haber concluido el ciclo de Sara, es fundamental que comience el ciclo de Rivka.  Es por eso que también, en nuestra parashá, la segunda de nuestras madres hace su aparición, aunque con ella comienza ya otra historia.
            En resumidas cuentas, al leer estos textos vuelvo a pensar sobre cómo los lenguajes crean mundos y delimitan realidades. Aquello que nosotros decimos le da forma a nuestra existencia, a nuestra manera de ver el mundo y de percibir lo que nos rodea.  La Torá nos dice: Motza Sefateja Tishmor veAsita…, “aquello que saques de tu boca, deberás cumplir y deberás hacer” (Dt. 23:24). Según nuestra tradición, nosotros somos y hacemos en relación a lo que decimos. Cuando no hacemos lo que decimos, nos alienamos. Cuando decimos cosas que no queremos ser o hacer, o sostenemos en el uso de la palabra sentidos que no queremos ni aceptamos – y en este caso aquellas frases en donde madre suena decididamente mal – es nuestra responsabilidad cambiar nuestra forma de hablar. Porque junto a esos cambios viene un cambio en nuestras relaciones interpersonales.
            Aprender un lenguaje es un ejercicio bien chido. Y animarnos a modificarlo de acuerdo a los valores que verdaderamente queremos sostener y reproducir se me hace un desafío digno de ser llevado adelante.
            Shabat Shalom uMeboraj!

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