viernes, 14 de septiembre de 2018

Sermón de Rosh Hashaná 5779

El rabino llega por primera vez a su nueva sinagoga y conversa con uno de sus dirigentes. El diálogo avanza sobre el tema del sermón. Rabino, ¿de qué tema va a hablarle a la congregación? El rabino inmediatamente le responde: Pensaba hablarles del Shabat, el día sagrado, la santidad del tiempo….

Rabino, lo interrumpe su interlocutor, usted sabe, la vida en esta época es complicada, la gente está muy ocupada para observar el Shabat, hay que trabajar, hacer mandados, es muy difícil, mejor hábleles de otra cosa.

Bueno -contesta el rabino - en ese caso creo que podría hablarles de Tefilá, de la plegaria, de la conexión con lo trascendente. Mmmm, no se rabino si es una buena idea – le responde. La gente como que no es muy de rezar, no entiende mucho, los rezos están en hebreo, la sinagoga no es un lugar muy atractivo, quizás pudiera pensar en otro tema.

El rabino se queda pensando, suspira y dice: Se me ocurre que pudiera dar el sermón sobre Kashrut, la dieta alimenticia judía, su significado y su importancia… Rabino, por favor, esas cosas ya no son de esta época, estamos en el siglo XXI, a la gente eso mucho no le interesa…

¡No entiendo! dice el rabino ya un poco molesto, si no puedo hablar de Shabat y no puedo hablar de la plegaria y no puedo hablar de la comida Kosher, ¿de qué quiere que les hable?

Rabino, le responde el dirigente, que pregunta la suya. ¡Hábleles de judaísmo!

Conozco este cuento desde hace muchos años y créanme que me sigue maravillando. De una manera muy simple encierra un debate importante, fundamental para cada uno de nosotros, sobre cómo se manifiesta nuestra identidad judía. Con cierta crudeza plantea lo que posiblemente sea el desafío central de la experiencia judía contemporánea: la búsqueda de una práctica judía activa y significativa.

No me malinterpreten. No quiero reducir el judaísmo a Shabat, Tefilá y Kashrut. En cada ocasión que tengo oportunidad – tanto aquí en la congregación, como en la universidad - siempre apeló en mi clase introductoria a la definición que diera el rabino Mordejai Kaplan hace casi un siglo atrás: “El judaísmo como la civilización religiosa en evolución del pueblo judío.”

Al usar el concepto de civilización, Kaplan comprende que el judaísmo trasciende el ámbito estricto de lo religioso e incluye todas las facetas que son propias de la vida judía: la historia, el lenguaje, las tradiciones, las artes y un largo, largo etcétera.

Como bien saben aquellos que han escuchado esa clase, utilizo la metáfora del “Salad Bar”, para describir esa particularidad de la forma tan distinta en que cada uno va construyendo su propia ensalada. Frente a cada uno de nosotros se presenta una variada gama de vegetales y debe decidir qué escoger y en qué cantidad, para configurar su vida judía.

Sin embargo, creo que más allá de esa diversidad – que personalmente la considero saludable y enriquecedora – existe una plataforma común que nos convoca a todos, ciertos ejes que nos atraviesan (o deberían atravesarnos) prácticamente a todos los integrantes de la civilización judía.
Y sin duda Rosh Hashaná junto con Yom Kipur han sido, en los últimos 2000 años, parte central del sustrato sobre el cual se edifica la experiencia judía. 

El sonido del Shofar, la noción del Juicio Divino, el clima ceremonial que caracteriza la celebración, parecieran impregnar nuestras fibras más íntimas dejando una profunda huella en nuestra memoria y en nuestros corazones. ¿Quién no atesora vivencias inmemoriales asociadas con Rosh Hashaná? En mi caso, conservo con mucha nitidez el recuerdo de mi más temprana infancia escuchando el shofar sentado en el regazo de mi abuela materna en el sector de mujeres de una tradicional sinagoga del barrio de Once en mi Buenos Aires natal. 

La solemnidad de la jornada recorre todas las dimensiones de nuestra identidad. Lo espiritual se manifiesta en el individuo, el hogar y la familia son parte central de la fiesta, y el colectivo, la comunidad reunida, es el ámbito en donde se expresa la santidad de la celebración. Ver esta noche la sinagoga repleta da testimonio de lo que trato de expresar. 

Sin embargo, en los últimos años este modelo esta siendo amenazado. Somos testigos de una especie de devaluación de Rosh Hashaná, o peor aún, de un intento por acoplar la festividad a los patrones culturales y sociales que se han vuelto dominantes en el mundo que nos rodea.

Y no me refiero solo a aquellos que creen que Rosh Hashaná es la versión judía del 31 de diciembre, centrando toda su atención exclusivamente en la celebración de esta noche.

Describo también a quienes no logran percibir que la intensidad es la propuesta que caracteriza a estos días reverenciales. Me gustaría ver mañana así de repleta la sinagoga y posiblemente mucho más el martes por la mañana. 

Quisiera que todos lleguemos temprano a la sinagoga con la intención de tener una experiencia litúrgica relevante, y no ver a la gente llegar a media mañana y yéndose temprano, porque siente que ya cumplió.  

¿Con quién tenemos que cumplir? ¿Con Dios? ¿Con la congregación? ¿Con el rabino? Y ¿cómo se cumple? ¿Estando una determinada cantidad de tiempo en la sinagoga? ¿pasando un número establecido de páginas en el Majzor? 

El otro día haciendo un poco de humor, hablé de aquellos que no pueden resistir la tentación y los veo sacar a escondidas su celular durante las plegarias, para verificar si el mundo sigue su curso mientras estamos aquí rezando. ¡Y en algunas ocasiones hasta he visto contestar los mensajes!

Ni que hablar de los que no pueden asistir a la sinagoga en Rosh Hashaná, por sus “impostergables” compromisos laborales o académicos; y puedo seguir con una larga lista de comentarios que demuestran esta desconexión entre Rosh Hashaná y una parte importante de nosotros. Una desconexión que es consecuencia del hecho de que Rosh Hashaná se plantea en oposición a los valores dominantes en nuestra sociedad. 

Permítanme detenerme en algunos ejemplos

Somos parte de una cultura que vive el presente. La negación de la muerte, la búsqueda de la juventud eterna y un afán por consumir hoy sin pensar en el mañana, son fenómenos típicos del mensaje dominante en la sociedad.

Rosh Hashaná por el contrario, nos recuerda que el presente es el punto donde se conectan el pasado y el futuro. En nuestras plegarias, las memorias de nuestra historia como pueblo van a asociadas a la esperanza redentora que ilusiona nuestro futuro.

El juicio divino, uno de los ejes litúrgicos de esta noche, apunta a reconocer nuestra mortalidad, nos obliga a reconocernos como seres mortales y apreciar la dimensión sagrada del tiempo.

La sociedad contemporánea hace un culto de la individualidad. El “yo” está por encima de todo y de todos. La “selfie” se ha vuelto la expresión de esta realidad. Mi identidad es una foto mía sacada por mí. 

La corrupción rampante de la que somos testigos en nuestra región (que no distingue ni ideologías ni clases), es consecuencia de la perdida de la noción del bien común. Pareciera ser que nuestra única lealtad es solo con nosotros mismos.

En oposición Rosh Hashaná nos coloca dentro de un colectivo. Cada uno es responsable de sus acciones, pero enfrentamos el juicio divino en comunidad. Nuestras plegarias están en plural. Nos paramos frente a Dios acuerpados, apoyándonos unos en otros. La tradición nos propone pasar horas juntos en la sinagoga, sabedora que nuestra fortaleza radica en el conjunto, en la conexión fuerte, profunda que se da entre los miembros de una congregación. Ahí subyace la idea del Minian.

Vivimos en la cultura de la inmediatez y de la brevedad. Los especialistas en redes sociales recomiendan videos de máximo 2 minutos y afirman que la clave del éxito es mantener la atención un mínimo de 15 segundos. Y por supuesto, cada uno tiene que ser totalmente diferente al anterior.

A contramano, los rezos de la mañana de Rosh Hashaná tienen una duración promedio de 4 horas. Tienen la misma estructura desde hace 2000 años y su formato actual es casi igual al que tenía hace 500 años. El equilibrio entre repetición y novedad es apreciado solo por el feligrés conocedor y los cambios en las melodías requieren de cierta sintonía para ser valorados en su contexto.

En el marco sinagogal, los ritmos, la entonación, los silencios y las lecturas pretenden generar un clima que acompañe el profundo sentido de las palabras que emanan de la plegaria, pero que al estar en hebreo resultan lejanas a la mayoría de los asistentes. La ventaja, aunque resulta paradójico, es que son los mismos rezos que se repiten año tras año. 

Lo sorprendente – aunque quizás no lo sea tanto – es que este mismo ejercicio de presentar a Rosh Hashaná en las antípodas de los valores predominantes en nuestra sociedad se puede repetir con todos los ejes centrales de la experiencia judía.

La conclusión para mi es evidente: Para ser relevante debemos hacer del judaísmo, de nuestro judaísmo, una contracultura. 

Debemos hacer de nuestro judaísmo una contracultura. Y eso demanda un compromiso serio. 

O nos aferramos a una vida judía significativa, inspiradora, diversa, consecuente con nuestras ideas y que atraviese toda nuestra experiencia o estamos condenados a ser arrastrados por la corriente.

Rosh Hashaná se nos presenta como el punto de inflexión perfecto para comenzar a revertir la tendencia.

Hagamos de nuestros rezos un espacio de plegaria un espacio de introspección, de encuentro con Dios, de encuentro con nosotros mismos y de encuentro con nuestros semejantes. 

Detengamos nuestras vidas, dediquemos tiempo a la experiencia litúrgica y enfoquémonos en la reflexión del sentido de nuestras vidas.

Intentemos que sean jornadas de transformación, que las palabras del Majzor y las melodías de los rezos entren y recorran todo nuestro ser; sintamos la conexión con nuestros compañeros y percibamos la energía vigorizante que surge de la plegaria intensa en comunidad. 

Descubramos la santidad del tiempo que nos hace rememorar el pasado y nos invita a construir un futuro esperanzador.

No hay forma de construir una contracultura sino a través de nuestras acciones individuales y colectivas. 

Pongamos al Shabat, al Kashrut, y a la plegaria en el centro de nuestras vidas.

Coloquemos a Rosh Hashaná y a todas las festividades, al estudio de la Torá y a la vida comunitaria como eje medular de nuestras agendas. 

Y hagamos que la experiencia judía, en toda su amplia diversidad, nos nutra, nos inspire y nos oriente a desarrollar una vida plena y trascendental.

Soy el rabino de esta congregación desde hace más de 16 años; y hoy, en Rosh Hashaná, quería hablarles de judaísmo.

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