jueves, 27 de noviembre de 2014

Vaietzé 5775

Los rabinos de la UJCL escriben sobre la Parashá de la semana

Rabbi Guido Cohen
Asociación Israelita Montefiore, Bogotá, Colombia

La porción de la Torá conocida como 'Vaietze' contiene, entre otros relatos, el episodio de la revelación divina a nuestro patriarca Yaacov. Al despertar del sueño en el que Yaacov ve la famosa escalera con los ángeles que suben y bajan, Yaacov exclama "Ciertamente Adonai está en este lugar y yo no lo sabía. Temió y dijo: No es esta sino la casa de Dios y esta es la puerta del cielo". (Bereshit 28:16-17)

Quizá sea este uno de los pasajes más hermosos del libro de Génesis. Yaacov, aquel joven rebuscado y astuto que hace tan sólo algunas líneas engañó a su padre y a su hermano y huyó robando de este último la primogenitura, es sacudido por una revelación divina que lo hará cambiar para siempre. Es a partir de la conciencia de lo trascendente en ese episodio fundante de la fe de Yaacov, que éste elige comenzar a transitar el camino que lo transformará en un hombre de atributos dignos de ser patriarca del pueblo de Israel.


Pero... ¿qué vio Yaacov en Bet El como para que eligiera llamar a ese lugar 'la puerta del cielo'? ¿Qué tenía de especial ese lugar que hizo que Yaacov lo señalara como un lugar donde la residencia de Dios se revelara?

La tradición del pueblo de Israel no simpatiza demasiado con la idea de espacios sagrados. Si bien a lo largo de nuestra historia, ciertas ciudades se ganaron el 'título' de ciudades sagradas (Safed, Tiberíades, Jerusalén y Hebrón), en líneas generales, la idea de un espacio sagrado no es constitutiva de nuestra tradición. Moisés, por ejemplo, es testigo de la zarza en un espacio llamado 'tierra sagrada' en el desierto de Sinaí, fuera de la tierra de Israel y con una locación precisa no identificada. Únicamente en tiempos en los que el templo de Jerusalén estaba en pie, nuestro pueblo consagró una porción de tierra y le asignó a ella un lugar más elevado, un valor por encima de la territorialidad, que le daba a ese espacio un carácter especial haciéndolo 'tierra santa'.

La sacralidad en el pueblo de Israel tiene más que ver con la idea de 'consagración' que con una condición inherente a determinada cosa que se diferencia de las demás en su naturaleza. En otras palabras, la porción de tierra que Yaacov identifica como 'puerta del cielo' no era diferente a la que había dos kilómetros al sur o media milla hacia el oeste. No hay nada en Bet El que no podría haber encontrado Yaacov en otro punto del globo. Es el estado que Yaacov alcanza en Bet El lo que  transforma a Bet El en un lugar sagrado para Yaacov.

La Torá ya nos ha demostrado que Dios no necesita un lugar especial para revelarse, sino que Él se hace presente allí donde el ser humano lo busca, donde hay una voz que reclame su presencia. Algunos capítulos antes, por ejemplo, Dios se hace presente en el desierto para atender al clamor del pequeño Ishmael que, marginado por parte de su familia, está a punto de fenecer a causa de la sed en el caluroso desierto. Es el mismo Dios que se había hecho presente para atender los ruegos de las matriarcas a causa de su esterilidad, el mismo que más adelante utilizará una zarza como medio para comenzar el proyecto de liberación del pueblo oprimido que lo invoca pidiéndole romper el yugo del faraón.

¿Es Bet El una tierra sagrada en sí misma y por eso Yaacov percibe allí la revelación? Creo que no. Es justamente la búsqueda de Yaacov de percibir el abrazo divino que lo acaricia y lo alienta en esta migración que no es sólo física sino esencialmente existencial, la que hace que Dios se revele transformando a Bet El en tierra sagrada.  La búsqueda del hombre de fe que en lo profundo de su alma implora la presencia Divina es la que desencadena la revelación y por lo tanto transforma el más profano de los lugares en tierra sagrada. La búsqueda de este Yaacov errante, el grito desesperado de Ishmael, el clamor de liberación del pueblo oprimido hacen fuerzan la revelación de un Dios que consagra el lugar en el que es invocado.

Una de las pocas mujeres que en el judaísmo pre-moderno tuvo un lugar destacado de liderazgo que no fue olvidado ni censurado por quienes escribieron la historia, la doncella de Ludmir, enseña que esta historia viene a mostrar que incluso en los lugares más oscuros, en las tierras de desesperación y desesperanza, hay lugar para la presencia divina si quien la espera sabe buscarla y percibirla. La sorpresa de Yaacov no es por la presencia de Dios sino por poder percibir su presencia en ese tiempo tan difícil y tremendo de su vida.

Rabí Menajem Mendl de Kotzk solía responder ante la pregunta de dónde reside Dios, que Él reside allí donde el hombre lo deja entrar. Por eso, ningún lugar es 'a priori' tierra sagrada sino en la medida en la cual el hombre busque consagrar esa porción de mundo. No hay tierras sagradas sino varones y mujeres que consagran la tierra a partir de la búsqueda de lo sagrado. Y en ese sentido, y quizá por eso la sorpresa de Yaacov, una tierra que puede pasar desapercibida para muchos puede ser sagrada para aquél que está buscando encontrar lo trascendente.

Probablemente eso le sucedió  a Yaacov en Bet El, a Moisés ante la zarza y a todo el pueblo al cruzar el Mar Rojo. Uno de mis 'midrashim' favoritos, enseña que mientras el pueblo de Israel alababa a Dios a causa del milagro del mar que se abría de par en par transformando una mortal amenaza en un sendero hacia la libertad, dos hombres miraban hacia abajo y se quejaban del barro que ensuciaba sus pies. Para ellos, la presencia de Dios no se había hecho presente en el mar. Ellos no fueron testigos del milagro que según los sabios talmúdicos fue más poderoso que cualquier revelación profética. Quizá sea porque ellos no buscaban, no hacían lugar en sus corazones y por lo tanto, desde su perspectiva, Él no estaba presente consagrando la tierra que pisaban.

Que Parashat Vaietzé nos inspire a ser hombres y mujeres de búsqueda, con los sentidos bien afinados y el alma expandida para ser testigos de la presencia de Dios incluso en el más amenazante de los desiertos de la existencia, y que al percibir su Divina Presencia podamos sorprendernos y llamar a la tierra que pisamos 'Casa de Dios'.

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