jueves, 24 de septiembre de 2015

Sermón de Yom Kipur 5776

“El mercader de la muerte ha muerto.”

Así titulaba el 12 de abril de 1888 así titulaba un diario francés un obituario, el 12 de abril de 1888: 

“El mercader de la muerte ha muerto. El doctor Alfred Nobel, que se hizo rico buscando maneras para matar a más gente y más deprisa que nunca, murió ayer”.

Lo particular del caso es que Alfred Nobel pudo leer su propio obituario. El diario se había equivocado y quien había fallecido era su hermano Ludwig, dos años mayor que él.


Sin embargo lo que impactó a Alfred fue la manera en que era percibido por sus contemporáneos. Un exitoso químico, ingeniero y empresario; un prolífico inventor que registró durante su vida 350 patentes, entre ellas la de la dinamita, sería recordado simplemente como “el mercader de la muerte”.

Posiblemente el llegar a esa triste conclusión lo guío a que en noviembre de 1895 ante la inminencia de su propia muerte que ocurriría un año más tarde, decidiera establecer un reconocimiento a “los que, durante el año anterior, hubieran prestado a la humanidad los mayores servicios...” 

De esta forma, Alfred Nobel legó a su familia solo 100.000 coronas. El resto de su fortuna, valuada en 33 millones de coronas, fue para la fundación que lleva su nombre y es la encargada de entregar anualmente los célebres premios que lo han inmortalizado.

La Tora (Gen 2:16-17) nos cuenta que cuando Dios colocó a Adán en el Jardín del Edén le advirtió: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.” 

Y como conocen la historia, Adán y Eva transgreden la única norma que debían cumplir, comen del fruto del árbol prohibido, son castigados y expulsados del Jardín del Edén, pero sorprendentemente no mueren. 

Adán y Eva no se mueren, pero se vuelven conscientes de su mortalidad. De igual forma, traspasarán a sus descendientes la certeza de saberse mortales.

En eso se diferencia el ser humano de cualquier otra criatura. Nos reconocemos como seres finitos, destinados a morir y enterados de nuestro porvenir. Y en esa verdad tan determinante, surge nuestro afán por alcanzar la inmortalidad que se vuelve más que una utopía, casi como obsesión…

Sabernos mortales, saber que algún día nos vamos a morir, es tan desafiante para la experiencia humana que preferimos creernos inmortales. 

Necesitamos negar nuestra mortalidad. Necesitamos negarla porque la vida sería insostenible si fuéramos permanentemente consientes de nuestra fragilidad. 

Nuestra estructura individual, familiar y social se sostiene en la contradicción. La paradoja se vuelve indispensable para intentar vivir una vida con significado.

El problema se plantea cuando se produce un desbalance en cualquier dirección. 

Hay una frase que corre cada tanto por las redes sociales que dice: “Vive cada día como si fuera el último de tu vida.” Entiendo el mensaje de aprovechar la vida y disfrutarla, pero no comparto la forma. Puede malinterpretarse. 

Si, somos mortales y nadie sabe cuándo va a dejar este mundo pero de allí a actuar como si no hubiera mañana, como  que todo vale o es lo mismo, puede dar lugar a una suerte de nihilismo en donde lo único que cuenta es el aquí y ahora. En palabras de Kohelet, el Eclesiastés (1:1): “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Sin embargo, mucho más frecuente, es el extremo opuesto. Vivimos en una sociedad que esconde a la muerte y por ende suprime todo aquello que haga referencia a ella.

Por razones ideológicas o marketineras somos empujados a la búsqueda de la juventud eterna. Medimos la vida en acumulación y productividad dejando por fuera la sabiduría que emana de la experiencia. El vigor físico sobresale, la imagen es lo único que cuenta y la percepción se vuelve más relevante que la propia realidad.

“Ser Mortal es la experiencia humana más esencial – Escribe el novelista checo Milan Kundera en su obra la inmortalidad - y sin embargo el hombre nunca fue capaz de aceptarla, comprenderla y comportarse de acuerdo con ella. El hombre no sabe ser mortal.”

Frente a esta dinámica en la que estamos inmersos, Yom Kipur, esta jornada santificada a lo largo de los siglos por las generaciones de nuestro pueblo, pretende patear el tablero y nos invita a enfrentar a nuestra propia muerte pero colocándola en la perspectiva de la trascendencia.

La fragilidad de nuestra existencia queda expuesta en la liturgia. Ante la magnificencia de la presencia divina se contrapone nuestra pequeñez e insignificancia. Somos conscientes de nuestra incapacidad de enfrentar el juicio divino y apelamos con mucha humildad a la misericordia de Dios. 

En este día, admitimos nuestras miserias, públicamente asumimos nuestras fallas y damos testimonio de lo insignificante de nuestro paso por este mundo medido en términos de la eternidad.

Pero a la vez, y aquí radica la clave que le da sentido a Yom Kipur, reconocer nuestra fragilidad y lo limitado de nuestra vida es la oportunidad para darle sentido a nuestra existencia, es una ventana que se nos abre para intentar encontrar un significado que nos permita desarrollar nuestro potencial y alcanzar la plenitud.

Podemos seguir aspirando a una ilusoria inmortalidad y frustrarnos porque nada de lo que hagamos evitará el final; o podemos tratar de aprovechar los contados días que tenemos para impactar positivamente en nuestros seres queridos y en la sociedad en la que vivimos. A eso se le llama trascendencia.

Por eso en este día sagrado que nos emociona hasta las fibras más intimas, anhelamos que la intensidad de la plegaria nos mueva a buscar dentro de nosotros las respuestas a las preguntas existenciales; que el ayuno, reafirme la idea de que el cuerpo es sólo una parte, vital pero solo una parte, de nuestra existencia y que el recuerdo de nuestros amigos y familiares fallecidos, nos ilumine para que al ser capaces de percibir la huella que ellos dejaron en nosotros, tengamos el coraje de decidir cómo queremos que sea la huella que aspiramos a dejar nosotros en los demás.

El ejercicio es íntimo y personal, nadie puede hacerlo por otro, pero si miramos a nuestro alrededor, encontramos rostros conocidos. Afrontamos el reto existencial de Yom Kipur todos juntos como comunidad; nos sentimos compenetrados, quizás de una forma que es única en todo el año, precisamente para recordarnos que también tenemos una responsabilidad hacia los demás. Mis respuestas influyen en aquellos que son parte de mi vida.

Entre los textos que más nos desafían a cavilar sobre el sentido de la existencia se encuentra el libro bíblico de Job, aquel hombre golpeado por una serie de tragedias y que mantenía intacta su fe en Dios hasta que finalmente se anima a cuestionarlo.

Nos cuenta el Talmud (Brajot 17a) que al concluir su lectura, Rabí Iojanan solía compartir la siguiente reflexión:

"El fin del hombre es morir, y el fin del animal ser degollado, el destino de todos es la muerte. Que se alegre quien creció en una vida de Tora, y se esforzó en el estudio de la Tora, causando satisfacciones a Su creador, creciendo con un buen nombre, y partiendo de este mundo con un buen nombre."

Alfred Nobel tuvo la oportunidad única de leer su obituario. No le gustó y alcanzó la inmortalidad con una buena causa.

Aprendamos que también nosotros podemos ser inmortales, a través del amor, de nuestro legado, de nuestras obras y de la huella que dejamos.

En este Yom Kipur que está comenzando, tengamos la valentía de tomar las decisiones correctas, de implementar los cambios que sean necesarios, de priorizar siempre en base a nuestras convicciones y asumamos el maravillo reto de vivir una vida que nos haga inmortales.

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