Algunos, sin saberlo, suponen que son alarmas. Parecen, pero no. En todo caso, es otro tipo de dispositivo pero con una función similar: la de dar cuenta acerca de movimientos importantes a través de las casas.
Es que en la mayoría de los hogares de las familias judías, sobre el marco de la puerta de entrada (tal vez en otras puertas internas también) es muy probable que se encuentre una pequeña cajita de aproximadamente unos 10 centímetros de largo por unos 3 centímetros de ancho, cuyo contenido principal está oculto en su interior.
Allí dentro, muy bien enrollado, descansa un diminuto pergamino de cuero animal que contiene dos párrafos bíblicos (tomados de Deuteronomio 6 y 11) que comienzan con una declaración de fe en la existencia de un único Dios.
Es la llamada “mezuzá”, un objeto que –con más de tres mil años de tradición encima–, persiste a través del tiempo y del espacio, más allá de todo estilo arquitectónico.
Su ubicación no tiene nada de fortuito, y está completamente entroncada con la fiesta de Pesaj.
Para comprender su sentido es menester remontarnos a tierras egipcias bajo el dominio de un tirano faraón que venía esclavizando por centurias al pueblo hebreo. El libro del Éxodo nos relata en detalle cómo fue esta primera gesta libertadora registrada por la historia y que –conducida por Moisés– tenía como objetivo central la constitución de una nación enraizada bajo el imperio de la ley divina, concentrada en la recepción de los Diez Mandamientos.
La salida de la servidumbre se produjo recién después de las 10 famosas plagas que azotaron al imperio más poderoso de la época con todo tipo de calamidades. La última de ellas –la muerte de los primogénitos– tenía como condición para los hebreos marcar con sangre de cordero el borde de sus puertas a fin de que la mortandad se “saltee” (“pesaj” en hebreo o “pascua” en griego ya latinizado) sus hogares.
¿Por qué precisamente en la puerta? Porque es el límite exacto entre el dominio privado y el dominio público. Porque es lo que conecta intimidad con comunidad. Porque es la frontera entre lo que se es puertas adentro y lo que se es puertas afuera.
Toda mezuzá, de alguna manera, recuerda aquel momento fundacional, un momento de temor supremo ligado taxativamente a la idea de la muerte, y en el que la puerta estaba indefectiblemente cerrada.
Sin embargo, ya a partir del primer aniversario de este hecho, en plena travesía por el desierto, y de allí en más sin interrupción alguna hasta hoy, más de tres milenios y tanto después, en las noches de Pesaj, en medio del encuentro del seder, de la cena familiar que reactualiza en cada generación la salida de Egipto, las puertas de los hogares paradójicamente requieren ser abiertas.
Al iniciarse el ritual –y mientras se abre la puerta de casa– se recita una antiquísima plegaria en arameo que reza: “Este es el pan de la pobreza que comieron nuestros antepasados. Quien tenga hambre que venga y que coma. Todo el que tenga necesidad, que venga y celebre con nosotros”.
No se puede festejar en plenitud la libertad a puertas cerradas. No se puede celebrar judaicamente Pesaj sin compartir el alimento con quien le falta, y la compañía con quien está solo.
Casi al finalizar el seder la puerta debe volver a abrirse una segunda vez. En este caso es para dejar entrar –simbólicamente– al profeta Elías, el responsable de anunciar la redención final, cuando todos los hombres y mujeres del mundo puedan convivir sin ningún tipo de opresión.
Portales añejos, cargados de sentido, que nos invitan una vez más a asomarnos al prójimo y, a través del prójimo, también asomarnos a Dios.
¡Jag Sameaj desde la Asamblea Rabínica Latinoamericana!
Rabino Marcelo Polakoff
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