Rabino Rami Pavolotzky
Congregación B´nei Israel - San José, Costa Rica
Los cambios que se hacen lentamente son mejor aceptados
En Parashat Masei aparece la regulación concerniente a las arei miklat, las ciudades de refugio. ¿Quiénes debían refugiarse en estas ciudades? Aquellos que habían matado a alguien sin intención. Suena un poco extraño, así que esta ley merece una explicación.
En la época bíblica existía una institución llamada Goel hadam, que literalmente significa “redentor de la sangre”. Cuando una persona era asesinada, un familiar cercano se encargaba de vengar la muerte de su ser querido. Este familiar, a quien justamente se denominaba “redentor de la sangre”, buscaba al asesino y tomaba justicia por mano propia, dándole muerte. Esta forma de actuar era una costumbre extendida y se la aceptaba socialmente con beneplácito.
La ley de las ciudades de refugio que aparece en la parashá se ocupa de un caso especial: la persona que mata a otra pero sin intención, como por ejemplo, en un accidente. Según la antigua usanza, esa persona era susceptible de ser ajusticiada por el “redentor de la sangre”, aun cuando en realidad era totalmente inocente de cualquier cargo, ya que si bien había matado a alguien, lo había hecho sin ninguna intención. Esta venganza, aunque claramente injusta, era virtualmente imposible de evitar.
La Torá establece que aquella persona que mataba a alguien sin intención podía refugiarse en un sitio especial, donde quedaba prohibido tomar venganza por mano propia. Estos sitios, llamados “ciudades de refugio”, eran también morada de los sacerdotes y levitas, constituyéndose entonces en ciudades con características muy peculiares.
Esta costumbre socialmente aceptada de la venganza o redención de la sangre, presentaba varios problemas éticos y prácticos. El principal de ellos es el que se propone resolver la Torá, al intentar evitar la muerte de una persona inocente. Creo no equivocarme si afirmo que a cualquier hombre moderno le resulta repugnante la idea de que cada persona tome la justicia por mano propia. Podríamos preguntarnos entonces: ¿por qué la Torá no estableció directamente que, cuando se cometía un crimen, debía haber un juicio, y por qué no anuló, simple y sencillamente, la costumbre de la “redención de la sangre”? ¿Por qué se tuvo que establecer un sistema tan complicado como el de las ciudades de refugio? ¿No hubiera sido mucho más fácil anular esta costumbre bárbara, de que un familiar tuviera que redimir la vida derramada de un muerto inocente?
Yo creo que una vez más, con el establecimiento de las ciudades de refugio, la Torá nos muestra su infinita sabiduría. Si bien pudo haber prohibido tajantemente la costumbre de la redención de la sangre, es muy posible que esta prohibición no hubiera podido llevarse a cabo en su momento. Podemos fácilmente imaginarnos que era una costumbre tan arraigada en la gente, que si se hubiera prohibido repentinamente, la gente se hubiese quedado de un momento a otro sin un valor que consideraba fundamental en su vida, y por lo tanto es muy posible que no lo hubiera tolerado.
La Torá ordenó construir las ciudades de refugio para casos donde todo el mundo podía comprender que era razonable, ya que nadie desea que una persona inocente sea ajusticiada. Al establecerse las ciudades de refugio, la gente se fue preparando intelectual y espiritualmente para cuestionar sus antiguas costumbres. Por ejemplo: ¿qué ocurría si un criminal que asesinó intencionalmente a otro escapaba a una ciudad de refugio? ¿Cómo distinguir a quien mata con intención del que mata sin intención? Poco a poco se fue fraguando la idea de que esta costumbre de la “redención de la sangre” quizás no era del todo positiva para la sociedad, y que lo que más convenía era instituir la obligación de juicios penales en todos los casos.
Todos conocemos el final, ya que las ciudades de refugio ya no existen, y además los asesinatos y muertes sospechosas son presentados siempre ante la justicia: ya hace muchos siglos que los judíos dejamos atrás la justicia por mano propia. La Torá introdujo una idea revolucionaria, sí, pero lo hizo lentamente, con paciencia y sin cambios drásticos, de manera tal que, con el tiempo, el cambio fue suave y hasta posiblemente natural.
El ser humano tiene sus tiempos; nadie cambia de la noche a la mañana. Todos necesitamos esperar, meditar, experimentar los cambios. Cuando nos cambian todo de golpe, nos cuesta mucho aceptar ese cambio, aun cuando sea para nuestro entero beneficio. Pero si el cambio es lento y suave, entonces es muy probable que poco a poco comencemos a darnos cuenta de que quizás sea lo mejor para nosotros y para los que nos rodean.
Shabat shalom,
Rabino Rami Pavolotzky
Congregación B´nei Israel
San José, Costa Rica
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