KI TISA 5771
Shemot - Éxodo 30:11-34:35
15 de Adar I, 5771 – 19 de febrero, 2011
Rabino Mario Gurevich
Sinagoga Beth israel, Aruba
En el texto de esta semana se relata el famosísimo episodio del becerro de oro. Solo algunas semanas después de la Revelación de Sinaí, y ante la ausencia de Moshé, quien subió al monte pero no ha regresado, el pueblo pide a Aarón la fabricación de un dios que los lleve de regreso a Egipto (Éxodo 32:1).
Hay un punto en esta historia que nunca he logrado comprender a cabalidad. La Revelación, tal como está descrita en la Torá, fue un evento grandioso y sublime, a ratos terrorífico y, sin duda, apabullante; destinado a no poder ser olvidado por nadie que hubiera tenido el privilegio de estar presente, esto es, todo el pueblo de Israel.
Y sin embargo, solo unas pocas semanas después son necesarias para que la ausencia de Moshé lleve al pueblo no solo a olvidar lo visto y vivido, sino a cometer una terrible apostasía. Olvidan que han oído directamente la voz de Dios; olvidan que Este se les ha presentado como el Dios que los sacó de la tierra de Egipto y de la casa de servidumbre, y deciden construir un ídolo de metal, para que precisamente les sirva de guía en el camino de retorno a Egipto y a la esclavitud. Claro que podríamos recurrir a la frase de Ajad Haam, quien decía que “fue más fácil sacar a los judíos de Egipto, que sacar Egipto de los judíos”.
Siendo ello cierto, sigo sin encontrar explicación a esa amnesia colectiva, y máxime a tan corta distancia en tiempo de los eventos relatados. La única explicación que encuentro es que olvidar la experiencia de Dios es inherente al ser humano, quien puede tener una extraordinaria memoria para otras cosas, pero no para los grandes eventos del espíritu.
Pienso que, eventualmente, también nosotros experimentamos pequeñas revelaciones aquí y allá, en las mil y un maneras que Dios tiene para mostrarse a Sí mismo. En el nacimiento de nuestros hijos, cuando experimentamos el milagro de la vida; frente a una puesta de sol, en que apreciamos la belleza y armonía del universo; en una noche estrellada, cuando no podemos evitar sentir nuestra pequeñez ante la magnitud de las constelaciones.
Pero rápidamente olvidamos esas sensaciones, casi que experiencias místicas, y retornamos a lo cotidiano y frecuentemente intrascendente. De alguna manera, también recurrimos a crearnos falsos dioses, que nos conduzcan a sitios en que razonablemente no quisiéramos tener que estar.
El pueblo de Israel que salió de Egipto pasó, casi sin solución de continuidad, de la mayor experiencia sagrada de pueblo alguno al nivel más bajo de conducta soez y de desmemoria.
¿Será que ello es una constante histórica? ¿O un patrón genético?
¿Será que Dios ya no se manifiesta, o que nosotros lo seguimos olvidando a la misma velocidad que nuestros ancestros?
Tal vez debiéramos hacer pequeños ejercicios de memoria cotidianos, para tratar de recordar cuándo fue la última vez, ayer quizás, que sentimos en nosotros la presencia de Dios.
Shabat Shalom.
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